EL ROSTRO EN LA VENTANA
Uno de los fenómenos más comunes que siempre aparece en las historias de familia lo constituye la telebulia. Es decir, la transmisión a la distancia de una sensación que puede plasmarse inclusive en una imagen. Ligada general y casi exclusivamente a momentos de gran tensión: muerte, dolor, fuerte emoción. Un sujeto afín al receptor, transmite a éste una inequívoca señal de él a la distancia.
El caso que viene a continuación es extremadamente patético, pero totalmente verídico. se trata de una familia de la IV región, de una conocida ciudad muy cercana.
Vendedor viajero
La familia de Gladys, que actualmente se ha organizado de nuevo estaba compuesta en 1973 solamente por ella y su marido. Estudiante universitaria, había abandonado su carrera por casarse con Carlos, representante de una importante firma importadora. Les habían dado muy buenas perspectivas siempre y cuando se hicieran cargo de una oficina en Coquimbo. Efectivamente, todo marchaba sobre ruedas y al poco rodar el matrimonio, Gladys quedo encinta. El marido estaba constantemente de viaje, logrando muy buenas ventas que garantizaban excelentes expectativas económicas. Era el mes de Septiembre de 1973 y la situación del país era muy tensa; Mucha intranquilidad político-social que más vale no recordar, ya que es de sobra conocida por todos.
El bebé estaba ya por nacer y la fecha que daba el médico era el 14. Carlos programó estar con Gladys para esa fecha, anticipando un viaje a Santiago.
Desgraciadamente para sus programas, todo se vio trastocado. Los problemas se multiplicaron, empantanaron y explotaron, como ya sabemos, el día 11 (*) La angustia de Carlos fue patética. Aislado en Santiago en medio del enfrentamiento, sin teléfonos para comunicarse, ignorante de lo que sucedía a su mujer. Carecía de connotación política y su único problema era la gravidez de su compañera y la distancia que le separaba de ella. A duras penas logró ser escuchado y el gerente de su firma intercedió por él ante la autoridad militar. Finalmente logró el anhelado salvo conducto que le permitiría viajar a Coquimbo. Se le recomendó que, por seguridad, era preferible respetar de todas formas el toque de queda.
Con la felicidad dibujada en el rostro, Carlos llenó el estanque de bencina de su coche y acelero al Norte. Demás está decir que el nerviosismo y la ansiedad son pésimos copilotos. Para su desgracia, pinchó con un perdido “miguelito” (**) a la altura de Los Vilos. Cambió la rueda y entró al balneario a parchar el neumático deteriorado. Mientras el tiempo se alargaba aparecían cigarrillos mágicamente en sus labios y sus uñas eran objeto de un roer rabioso. La angustia se había apoderado de él.
El puente de la solidaridad y la angustia estaba establecido y Gladys respondía igualmente que Carlos. Nada sabía de él y sentía estallar su barriga. Obviamente un día antes de lo previsto, las convulsiones del parto se hicieron anunciar. Ayudada por unos vecinos marchó a la maternidad dando a luz sin problemas, pero con la angustia en su corazón. En esos precisos instantes Carlos retomaba el camino desde Los Vilos. La hora avanzaba y la única alternativa de llegar respetando el toque de queda era meter a fondo el acelerador.
De pronto en un curva, una cabra se atravesó en el camino. La velocidad excesiva del automóvil permitió el choque frontal con el animal que se enredo en las ruedas, haciendo vacilar el vehículo. Delante de él, en sentido contrario, un inmenso camión rodaba rumbo al Sur. El vehículo no respondió al viraje que trataba de hacer Carlos, peor aún, se hizo ingobernable, saliéndose del camino, yéndose a estrellar contra unas piedras, volcándose espectacularmente. La bencina se desparramó, incendiándose totalmente. Carlos aturdido por el golpe, no puedo zafarse de su cinturón. El auto estalló acabando definitivamente con la vida de su conductor.
En paralelo, en Coquimbo, Gladys y su pequeña bebé salían del pabellón directamente a la pieza del pensionado. Ella reposaba, levemente levantada su cabeza, en la cama hospitalaria. La niña arrimada a su costado. La miraba con suma ternura, no exenta de preocupación y de nostalgia. De pronto un ruido en la ventana, acto seguido unos golpecitos suaves en el vidrio. La mujer levanta la vista y ve con infinita alegría el rostro de Carlos reflejado nítidamente en los vidrios. No le cupo duda alguna de que su marido había llegado.
“Carlos, amor mío, por fin regresas” exclamó con alborozo irracional.
Apretó el timbre que tenía a la mano llamado a la enfermera de turno. Esta llegó prestamente.
“Señorita, ábrale por favor la ventana a mi marido. El pobre no sabe cómo entrar” expresó cándidamente.
“Señora, nadie puede estar ahí, estamos en un segundo piso. Ud., debe haber soñado.
Recién en ese momento Gladys cayó en cuenta de su error de apreciación. Vanamente esperaba que apareciera por la puerta compulsivamente insistía en que le buscaran por la clínica. Tenía que estar por ahí deambulando en su búsqueda: lo había visto. La desesperación obligó al personal médico a colocarse un somnífero, administrado a través del suero. A la mañana siguiente al despertar, su madre que había llegado hace un par de días desde Santiago a acompañarla, tuvo que comunicarle la triste noticia del fatal fallecimiento de su marido.
Fuente: La Estrella de Valparaíso
Sábado, 02.Octubre.2004
Recopilación entregada por Andrés Barros Pérez-Cotapos a Raúl Núñez
en el año 2000 en la ciudad de Barcelona (España)
NOTAS EXPLICATORIAS:
(*) 11: El autor hace referencia al cruento Golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 en Chile pues su escrito esta localizado en el ambiente de esos días.
(**) miguelito: Vocablo chileno para definir clavos grandes doblados y preparados en forma tal, que una vez lanzados a tierra solo se instalan con su lado afilado hacia arriba, consiguiendo dañar y reventar los neumáticos de los coches. Sistema muy usado en Chile en el año 1973 y hoy en día por la delicuencia.
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