EL
SALVAJE ASESINATO DE FRANCISCO PIZARRO Y EL MISTERIO DE SU TUMBA
Como recuerda la historiadora Carmen Martín Rubio, el
Cabildo de Lima identificó en 1881 de forma errónea los restos del
conquistador. Tuvo que pasar un siglo y una controversia a nivel científico
hasta que se recuperó su auténtica tumba
En su último año de vida, Francisco Pizarro parecía que
iba a gozar al fin de los dulces frutos de sus conquistas. A pesar de los
fantasmas que le perseguían a sus 63 años, el extremeño vivía feliz en su
recién construido palacio de Los Reyes junto a la bella Angélica Yupanqui.
Había sido un solterón empedernido, pero, empeñado en que los españoles
entroncaran con la población local, se casó al final de su vida con mujeres indígenas
a modo de ejemplo. Disfrutaba de cierta calma, aplastada la rebelión de su
viejo aliado, Diego de Almagro, hasta que una brutal muerte le sorprendió en su
palacio.
El conquistador casi sobrevivió a todo. A la ingrata
tierra extremeña, al duro viaje a través del Atlántico y a una lucha contra
millares de guerreros incas, pero no pudo hacer nada contra la ira de sus
propios compatriotas. Cuando Pizarro pensaba que moriría de viejo rodeado de
sus hijos, su esposa y sus fieles hermanos, junto a los cuales había dado
muerte al traicionero de Almagro, irrumpieron los almagristas el 26 de junio de
1541, hace 475 años, en el palacio del extremeño para darle «tantas lanzadas,
puñaladas y estocadas que lo acabaron de matar con una de ellas en la
garganta», según la descripción de un cronista.
Terminaba con puñaladas una vida marcada por las armas y
las aventura. Nacido en la localidad de Trujillo (Extremadura), Francisco
Pizarro era un hijo bastardo de un hidalgo emparentado con Hernán Cortés, que
combatió en su juventud junto a las tropas españolas de Gonzalo Fernández de
Córdoba en Italia. En 1502, se trasladó a América en busca de fortuna y fama,
donde oyó historias sobre un rico territorio al sur del continente que los
nativos llamaban «Birú» (transformado en «Pirú» por los europeos). Francisco
Pizarro, de 50 años de edad, decidió unir sus fuerzas con las de Diego de
Almagro, de orígenes todavía más oscuros que el extremeño, y con las del
clérigo Hernando de Luque para internarse en el sur del continente.
Los almagristas vengan a su líder
Una vez finalizada la conquista de esa tierra mítica, las
riñas internas entre los partidarios de Almagro y los de Pizarro, que luchaban
por delimitar los territorios que pertenecían a cada uno de los bandos,
entraron en conflicto armado en 1535. Tras un choque entre facciones, conocido
como la batalla de Las Salinas, Pizarro cogió prisionero a Almagro y lo condenó
a muerte. El conquistador suplicó por su vida, a lo cual respondió uno de los
hermanos de Pizarro, Hernando, diciendo: «Sois
caballero y tenéis un nombre ilustre; no mostréis flaqueza; me maravillo de que
un hombre de vuestro ánimo tema tanto a la muerte. Confesaos, porque vuestra
muerte no tiene remedio». Finalmente, fue ejecutado el 8 de julio de 1538
en la cárcel por estrangulamiento de torniquete y su cadáver decapitado en la
Plaza Mayor de Cuzco.
En medio de la relativa calma que siguió a la muerte de
Almagro, Francisco Pizarro seguía conservando su vitalidad, jugaba a los bolos
y a la pelota a diario, así como sus hábitos y vestimentas austeras. «Usaba un
sayo de paño negro con los faldamentos hasta el tobillo y el talle a los medios
pechos y unos zapatos de venado blancos y un sombrero blanco y su espada y su
puñal a la antigua», describe Agustín de Zárate sobre la despreocupada ropa de
Pizarro, que vestía a la antigua, esto es, como en otro tiempo. A sus 63 años,
el extremeño ya era un anciano, un hombre de otro tiempo que disfrutaba
mezclándose con el pueblo y observando cómo la ciudad de Lima crecía un poco
más cada día.
Lo cual no significa que Pizarro esperara ocioso el final
de sus días. Como explica la historiadora Carmen Martín Rubio –autora de
«Francisco Pizarro: el hombre desconocido» (Ediciones Nobel)–: «El decreto dado
al teniente de Arequipa el 7 de mayo de 1541, sobre mes y medio antes de su
muerte, atestigua fehacientemente la fuerza física y mental que Pizarro poseía
en esos momentos. (…) tenía determinado comenzar en el próximo verano otra
guerra contra el Inca (Manco Inca); es decir, unos seis o siete meses más
tarde...».
Y entonces le llegó la muerte. Ante las amenazas de
muerte que le llegaban de los partidarios de Diego de Almagro el Joven, hijo de
su antiguo compañero de armas, Pizarro aumentó la seguridad en su palacio y,
tal vez por estos temores, el día de su muerte pidió que se oficiara misa en su
residencia. No se equivocaba el extremeño, puesto que los almagristas le
esperaban junto a la iglesia para coserle a cuchilladas. No obstante, al ver
que permanecía en su palacio, el grupo armado se dirigió allí al grito de «Viva
el rey, muera el traidor», provocando una enorme espantada entre los
acompañantes del conquistador del Perú.
Relata Pedro Pizarro que «todos los que se hallaban en la
sala salieron corriendo, incluso el teniente gobernador Juan Velázquez con su
vara de mando en la boca, y que se tiraron por las ventanas que daban al río
Rimac... dejando solos al gobernador, a su hermano y a dos pajes».
Un error con la tumba durante un homenaje
Francisco Pizarro y su hermano Martín murieron a manos
del grupo de almagristas. El extremeño se defendió «bravamente» y fueron
necesarias al menos 20 heridas de espada para acabar con su vida. Tras uno de
los mayores magnicidios de la historia de la Edad Moderna, los agresores
obligaron a las autoridades de Lima a nombrar gobernador al joven Diego Almagro
y forzaron que Francisco Pizarro fuera enterrado de forma casi clandestina,
según señala Henry Kamen, en un patio de la catedral de la ciudad. Y
precisamente aquí empieza la otra parte del desgraciado ocaso de Pizarro. Las
tumbas y diretes.
Los
investigadores, sin embargo, hallaron en el lugar una momia que creyeron la de
Pizarro y la colocaron en un mausoleo, situado en la parte derecha de la
catedral
Como narra la historiadora Carmen Martín Rubio en su
obra, Pizarro había dejado escrita su voluntad de ser enterrado «en la iglesia
mayor de esta Ciudad de los Reyes, en la capilla mayor de la dicha iglesia».
Con el paso de las décadas los restos de Pizarro sufrieron distintos traslados
hasta que, en 1623, se decidió su definitivo emplazamiento: en la bóveda
sepulcral debajo de la capilla mayor de la Catedral de Lima. Allí permanecieron
hasta que, en 1881, el cabildo de la ciudad estableció una comisión para
exhumar e investigar sus restos como conmemoración del 340 aniversario de su
muerte.
Sin excesivo rigor, los investigadores hallaron en el
lugar una momia que creyeron la de Pizarro y la colocaron en un mausoleo para
la ocasión, situado en la parte derecha de la catedral. La comisión defendió
que se trataba del extremeño porque, según su informe, el cadáver mostraba
marcas de derrames sanguíneos producidos por heridas en la cabeza, cuello y
extremidades.
Tumba de Pizarro en una capilla ubicada en la nave derecha de
la Catedral de Lima
Durante más de un siglo esa momia representó al
conquistador del Perú y fue el objeto de sus actos de homenaje, sin que nadie
sospechara que no se trataba de los restos de Pizarro. El 18 de julio de 1977,
unos operarios encontraron durante unos trabajos de remodelación en la catedral
una caja de plomo y otra de madera. En la de madera se hallaron huesos. Por su
parte, en el interior de la de plomo había un cráneo y una inscripción
inequívoca: «Aquí está la cabeza del
señor marqués Don Francisco Pizarro que descubrió y ganó los reinos de Perú y
puso en la real Corona de Castilla». Se abría el misterio: ¿cuáles eran los
auténticos restos de Pizarro?
El final al misterio y a la polémica
Los sucesivos análisis arqueológicos no terminar de
despejar el misterio sobre los restos de Pizarro. En un principio se dijo que
los huesos de la caja pertenecían a un adulto, una mujer y dos niños, pero,
incluso cuando el arqueólogo Hugo Ludeña aseguró que se trataba de Pizarro, la
polémica siguió abierta. Al no alcanzarse un acuerdo en la comunidad
científica, los investigadores decidieron abrir también la urna donde reposaba
la momia del supuesto Pizarro. Dos antropólogos forenses procedentes de EE.UU. confirmaron
las sospechas: aquella momia pertenecía a cualquier persona menos a un soldado
del siglo XVI; en tanto, se procedió a trasladar los restos de las cajas a una
capilla ubicada en la parte derecha de la catedral.
Se confirmó que se
trataba de Pizarro en base a las 16 heridas punzo cortantes y de la huella de
otras cicatrices en los hueso
El solemne traslado no significó el final de la polémica.
Distintos historiadores continuaron desconfiando de los procedimientos
empleados y exigieron nuevos estudios. Tras una investigación radiológico sobre
el esqueleto, a cargo de la doctora Ladis Delpino (Universidad Cayetano
Heredia), se confirmó que se trataba de Pizarro en base a las 16 heridas punzo
cortantes y de la huella de otras cicatrices en los huesos, que correspondería
con la forma en la que murió el extremeño y con heridas documentadas a lo largo
de su vida.
Y por si aún cabía alguna duda, entre el año 2006 y el
2008 el arqueólogo forense Edwin Raúl Grenwich, de la Universidad de San
Marcos, realizó análisis bio-arquiométricos que parecen haber dado al fin
carpetazo al misterio. No en vano, Grenwich identificó los restos como los de
un hombre diestro, robusto, de 1,74 centímetros, y que al fallecer tenía entre
50 y 68 años en el momento de su muerte.
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